Sociedad

Estados Unidos: una nación entre rejas
Con una población carcelaria equivalente a la de una pequeña nación, el enorme sistema carcelario de Estados Unidos se ha convertido en una sociedad aparte y regida por reglas alternativas, en la cual no sólo se recluye a quienes amenazan a la seguridad pública sino también a quienes sobran o no encajan en la sociedad “ideal” estadounidense. Una nación excluida de la mayoría de los derechos cívicos y laborales que poco a poco va revelándose como un inesperado y redituable negocio para quienes lo administran.


La lucha emprendida por los activistas de los derechos civiles en los sesenta consiguió que desapareciera, al menos en sus aspectos más evidentes e institucionalizados, el racismo instalado en la cultura de Estados Unidos a través de una planificada discriminación perpetuada casi un siglo después de la abolición de la esclavitud en 1865. Sin embargo, y especialmente a partir del emprendimiento de la “guerra contra las drogas” durante el gobierno de Ronald Reagan (1981 - 1989), las proporciones raciales de los encarcelados en las prisiones estadounidenses presentan asombrosas diferencias con las proporciones raciales de la sociedad en general. De hecho el 63 % de los encarcelados pertenece a las minorías negras e hispanas (constituyendo una mayoría en las prisiones) mientras que dichas minorías solo constituyen un 25 % de la población nacional. Si bien esta disparidad guarda una relación evidente con la distribución de la riqueza según las razas, y ésta con el índice de criminalidad, no se explica totalmente por estos motivos, siendo considerada por muchos estudiosos del tema como una insidiosa continuación de las políticas raciales discriminatorias.

Una nación encerrada

Más de dos millones de norteamericanos viven actualmente entre rejas y cinco millones viven en libertad bajo palabra; el índice de encarcelados en los países occidentales oscila entre sesenta y cien habitantes de cada cien mil, índice que en Estados Unidos siempre fue tradicionalmente alto, siendo de 139 cada cien mil residentes hasta la década del ochenta. Pero a partir de 1980 y de la aplicación de una legislación especialmente estricta contra los delitos relacionados con drogas ilegales, la “guerra a las drogas” de la administración Reagan, ese índice se cuadruplicó, llegando a ser de 468 cada cien mil en el año 2000, sin que esto guardara relación alguna con los índices de criminalidad violenta (robos, violaciones, asesinatos), que se mantuvieron estables hasta fines de los noventa, período en el que descendieron notoriamente. El incremento de encarcelamientos por substancias ilegales golpeó especialmente a la comunidad negra, ya que el 62, 7 % de los encarcelados por delitos de drogas pertenecen a dicha minoría, llegando a sumar entre el 80 y el 90 % en siete estados.


Sin embargo estas proporciones no guardan relación alguna con el consumo mismo de drogas ilegales, que es efectuado por usuarios predominantemente blancos, y sí con políticas invariablemente teñidas de racismo. Por ejemplo, mientras el consumo de cocaína se redujo a los ámbitos de las clases medias y altas blancas no existió el nivel de alarma social que se produjo cuando la cocaína, en su forma más barata –por lo tanto más accesible en los barrios pobres de las minorías- y menos refinada del crack. Esta alarma llevó a la creación de un estereotipo del traficante joven negro y del adicto al crack que connotaba una peligrosidad tal que las penas para los delitos relacionados con dicha droga se elevaron notablemente, siendo las penas federales para los mismos desproporcionadamente altas comparadas con las relacionadas a otras drogas. El crack siguió siendo utilizado mayoritariamente por consumidores blancos, pero las masivas operaciones de “compra y arresto” (buy and bust) se efectuaron esencialmente en los barrios de las minorías, produciendo lógicamente un aumento entre los detenidos provenientes de estas localidades. La guerra contra las drogas produjo lo que algunos estudiosos llegaron a denominar como “el gulag de las drogas”, aumentando la población carcelaria en un millón y medio de habitantes.


El peso demográfico de esta guerra infinita cayó especialmente sobre las comunidades tradicionalmente relegadas en la sociedad estadounidense, que ahora encontraba una excusa aparentemente válida de peligrosidad social para recluir a gran número de jóvenes negros. Según estudios de Human Rights Watch en doce estados entre el 10 y el 15 % de los hombres adultos negros están encarcelados, a su vez en doce estados los adultos negros son encarcelados en una proporción entre doce y dieciséis veces mayor que la de sus equivalentes blancos. Uno de cada veinte hombres negros mayores de 18 años está en una prisión estatal o federal (en dos estados la proporción es uno de cada trece), mientras que el porcentaje para los blancos es de uno en entre 180. Con los niveles actuales de encarcelamiento un varón negro recién nacido tiene una posibilidad entre cuatro de estar en prisión en algún momento de su vida.

El simple acoso por meros motivos de piel está institucionalizado ya que las leyes de casi todos los estados permiten, o exigen, la elaboración de perfiles étnicos y raciales de las personas detenidas en controles de tráfico, convirtiéndolos en sospechosos controlados sin mayor individualización que su color. Una investigación de la corte estatal de Maryland en respuesta al uso de los perfiles raciales en la policía de carreteras del estado descubrió que, de enero de 1995 a diciembre de 1997, el 70 % de los conductores detenidos en la carretera interestatal 95 eran afro-americanos, mientras que en ese período tan sólo el 17, 5 de los conductores que utilizaban dicha carretera era afro-americanos.


Con todo el tener mayores posibilidades de ser detenido en un control de carreteras es una discriminación liviana si se compara con la notoriamente mayor posibilidad de ser ejecutado en los estados con pena de muerte si se tiene la piel oscura. El 42 % de los condenados a muerte son negros y desde que se re-establecieron las ejecuciones en 1977 el 82 % de los ejecutados lo fueron por asesinar a personas blancas. Lo cual no es de extrañarse teniendo en cuenta que, en 1998, en los estados que aplican la pena capital había 1.838 funcionarios (la mayoría fiscales de distrito) encargados de decidir si pedir o no la pena de muerte en casos concretos. De ellos, 1.794 eran blancos.

Un sueño neoliberal: el complejo carcelario industrial

La sobrepoblación carcelaria es producida además de por la “guerra a las drogas” por los cada vez más estrictos requerimientos para pedir la libertad bajo palabra, la aplicación obligatoria de las sentencias mínimas y por la ley de las tres ofensas (three strikes), que permite encarcelar por períodos prolongados a cualquier infractor capturado por tercera vez, aún si se trata de un delito menor o excarcelable. Esta sobrepoblación ha planteado un problema básico de presupuesto que llevó a algunas gobernaciones a invertir en el mantenimiento de los correccionales cifras similares a las invertidas en educación. A nivel local, desde que el presidente Ronald Reagan en 1983 diera inicio a la guerra contra las drogas, se llevaban gastados hasta 1996 más de cien mil millones de dólares en detenciones, encarcelamientos, educación y otras medidas.

Las soluciones planteadas, y llevadas a cabo con cada vez mayor frecuencia, con respecto a este problema son de corte típicamente neo-liberal; por un lado la privatización de los institutos carcelarios y por otro la utilización con fines comerciales de la fuerza laboral de los reclusos.

Estas nuevas facetas en el desarrollo del “complejo carcelario industrial” (prison industrial complex), término con el que los defensores del sistema se refieren al mismo en referencia al “complejo militar industrial” acuñado por Eisenhower en la guerra fría, se extendieron rápidamente a lo largo de la década de los noventa a pesar de la fuerte resistencia de la opinión pública. El primer sistema de prisiones privadas se desarrolló en forma experimental durante el gobierno de Reagan, quién alentó el desarrollo de centros de detención privados en Houston y Laredo, Texas. Esta invitación pública a los inversores llevó a que un par de interesados, utilizando dinero de la cadena de comidas rápidas Kentucky Fried Chicken y el know how de veteranos directores de cárceles, formara la CCA (Corrections Corporation of America), la primera compañía de prisiones privadas. La CCA se orientó en un principio al establecimiento de centros de mínima seguridad, pero se fue extendiendo y conformando un poderoso lobby de gran influencia monetaria sobre el sector político, llegando a ser CCA el principal inversionista privado en las campañas políticas del estado de Tennessee. Gracias a esta política agresiva y a lo rentable del servicio, CCA y sus competidoras controlan hoy en día la seguridad, reclusión y trabajo de alrededor de 100.000 confinados a lo largo de Estados Unidos, extendiendo su servicio a países como Puerto Rico, Australia y el Reino Unido.

Las ganancias que las compañías privadas producen no alivian los costos estatales de las prisiones ya que las cifras de los contratos son similares a la inversión pública en las prisiones estatales. La diferencia en el haber se debe esencialmente a los recortes que las compañías privadas realizan a los servicios de los detenidos y a las diferencias salariales a favor que implican el contratar mano de obra menos capacitada como guardianes, lo que empeora el trato y aumenta el promedio de abusos. También la utilización directa o tercerizada de la mano de obra de los reclusos, que son a su vez consumidores “cautivos” (en todos los sentidos del término) de servicios telefónicos y alimenticios.

Tal vez la más agresiva en cuanto a la maximización de beneficios mediante el trabajo de los reclusos sea la segunda compañía de prisiones privadas en importancia, Wackenhut Corrections. Fundada por el ex agente del FBI George Wackenhut, es una subsidiaria de la empresa de seguridad privada que Wackenhut fundó hace cuarenta años y que se caracterizó por la elaboración de dossiers (luego pasados al FBI) de tres millones de norteamericanos “potencialmente subversivos”.Wackenhut ha favorecido y alentado la instalación en su complejo carcelario de Lockhart, Texas, de tres compañías locales que substituyeron a su mano de obra libre por la de reclusos que trabajan por el salario mínimo, al que Wackenhut descuenta por diversos conceptos hasta un 80 % del mismo. Leonard Hill, dueño de LTI Inc., una empresa de ensamblaje de circuitos que despidió a sus 150 empleados en Austin mudando sus equipos a Lockhart, declaró con honestidad que esperaba aumentar considerablemente los beneficios de su empresa ya que “cuando se trabaja en el mundo libre hay gente que llama porque se enfermó o tuvo un problema con el auto. Aquí (en la prisión de Lockhart) no tenemos ese problema”, señalando también que el estado paga por todos los gastos médicos de sus nuevos trabajadores que, además, “no toman vacaciones”. Tal vez, sin embargo, los empleados reclusos de LTI sean casi unos privilegiados ya que las leyes federales prohíben el comercio doméstico de los bienes fabricados por reclusos a menos que estos sean pagados con salarios similares a los de fuera de prisión, pero esta legislación no se aplica a los bienes fabricados con fines de exportación, por lo que existen en prisiones como la de Monterrey, California, convictos trabajando en jornadas de nueve horas diarias en la confección de camisas de trabajo azules destinadas a los mercados asiáticos por salarios de 45 centavos la hora, lo que totaliza, después de las deducciones impositivas, un sueldo de 60 dólares por mes, conformando una situación extrañamente similar a la del trabajo forzado en las prisiones chinas que el gobierno estadounidense condena sistemáticamente.

Los reclusos no realizan estos trabajos tanto por sus exiguas ganancias o por la posibilidad de aprender una nueva habilidad, como pregonan los directores de las cárceles al ser interrogados al respecto, sino esencialmente para no perder sus privilegios carcelarios de acceso a la cantina, reducción de pena por buena conducta y para no ser mudados a complejos disciplinarios, algo que sucede habitualmente con quienes se rehúsan a realizar estos trabajos. Por lo general el aprendizaje laboral que reciben es específico de su función en la cadena de fabricación y difícilmente aplicable a trabajos en el exterior que no fueran idénticos. En 1980 las ganancias obtenidas por el trabajo de los reclusos fueron de 392 millones de dólares; en 1994 habían aumentado a 1.310 millones gracias al gran aumento en la proporción de presos trabajando. Dentro de las empresas multinacionales que utilizan mano de obra reclusa se cuentan Colgate Palmolive, Microsoft, Starbucks, Victoria´s Secret y TWA, pero en general las transnacionales siguen prefiriendo utilizar la mano de obra extranjera tercerizada por contratos, mano de obra que aún sigue siendo más barata que la carcelaria.

En un artículo denunciando la brutalidad con la que los guardias de la prisión de Brazoria, controlada por la compañía privada CCRI, habían realizado un registro el activista negro Mumia Abu-Jamal, preso en el pabellón de la muerte por haber supuestamente dado muerte a un policía en un confuso enfrentamiento, escribía: “ En una nación donde la ideología dominante es la acumulación y el dominio del capital, el ingreso de las descontroladas fuerzas de las corporaciones es profundamente inquietante. Porque, ¿cuál puede ser el futuro del encarcelamiento cuando el motivo ulterior es la ganancia? En un régimen en el que más cuerpos significan más ganancia, las prisiones están dando un enorme paso hacia su antecesor histórico, la jaula de esclavos”.

La exclusión definitiva

La reclusión carcelaria no solo implica la pérdida del derecho a la libertad, la auto-determinación y, como ya se vio, de los mínimos derechos laborales, sino también a la representación pública y los servicios sociales, convirtiendo al preso en un excluido total de la sociedad aún después de su supuesta liberación.


En primer lugar a los prisioneros se les niega el acceso al capital cultural; en una sociedad donde las credenciales universitarias se están volviendo un requisito casi indispensable para cualquier trabajo en los sectores protegidos del mercado laboral, el ser un convicto invalida cualquier chance de obtener una beca universitaria, lo cual, teniendo en cuenta la imposibilidad de la gran mayoría de los presos de pagarse ningún tipo de estudios, los excluye automáticamente del acceso a una educación terciaria. Esta inhabilitación comenzó en 1988 y estaba orientada específicamente a los condenados por delitos de drogas. Luego se amplió en 1992 a los sentenciados de por vida sin posibilidad de salir bajo palabra y finalmente se generalizó para todos los reclusos en 1994. Esto fue votado en el Congreso con la única finalidad de acentuar la diferencia simbólica entre los criminales y los ciudadanos temerosos de la ley, a pesar de que las evidencias probaban que los estudios universitarios carcelarios disminuían drásticamente los índices de reincidencia y ayudaban a mantener el orden en las cárceles.


Los convictos también quedan automáticamente excluidos de cualquier tipo de ayuda social económica a pesar de que los servicios sociales están orientados justamente a los sectores de la sociedad con mayores dificultades para conseguir trabajo, como es evidentemente el caso de los ex –presidiarios. Las leyes actuales niegan a éstos los pagos de asistencia social, los beneficios para veteranos de guerra, las estampillas de descuento para alimento y en general de cualquier servicio público de ayuda social, ya sea monetaria, locativa o médica. Esta política fue impulsada con fervor durante la administración del presidente Bill Clinton (1993 – 2001), quién en 1998 anunció en un aviso radial que el recorte de servicios sociales a 70.000 presos le habían ahorrado al estado 2.500 millones de dólares, calificando a esta asistencia como un fraude y que su supresión aseguraba que los dineros públicos beneficiarían solamente a “quienes trabajaron duro, jugaron según las reglas, y son, por ley, los indicados para recibirlos”. Simultáneamente y a pesar de niveles similares de consumo una madre negra tenía 10 veces mayor posibilidad que una blanca de ser reportada ante las agencias de bienestar social por uso de drogas durante el embarazo.


La negación de derechos a los presos también alcanzó el ámbito de lo recreativo, ya que en 1997 el senador Dave Donley de Alaska consiguió aprobar una ley denominada “prisión sin adornos” (No Frills Prison) por la cual revocaba unilateralmente los derechos de los reclusos de su estado a ver televisión, utilizar aparatos de gimnasia o poseer equipos de audio y material pornográfico, prohibiendo inclusive en forma total el consumo de tabaco. También incluyó la luz entre los deducibles a los salarios de los presos y reglamentó el derecho de demandas recreativas de los reclusos. El senador Donley declaró sentirse confiado en que “esta ley va a hacer a la gente pensarlo dos veces antes de cometer un crimen en Alaska”.

Pero los presos tienen pocas oportunidades de quejarse o presionar políticamente con respecto a estas resoluciones ya que el ser encarcelado también implica quedar excluido de la participación política. Excepto cuatro estados, en todo el resto de los Estados Unidos los adultos detenidos no pueden ejercer el derecho al voto; prohibición que se extiende a los convictos liberados bajo vigilancia en 39 estados, a los salidos bajo palabra en 32 estados y a todos los ex convictos, aunque no estén bajo vigilancia policial, en 14 estados, 10 de los cuales vetan de por vida el derecho al voto para cualquiera que haya pasado por una prisión. El resultado es que casi 4 millones de estadounidenses han perdido la posibilidad de votar en forma permanente o temporaria, incluyendo a 1.47 millones que ya no están tras las rejas y 1.39 millones que han cumplido su sentencia en forma completa. Esto implica que, apenas 25 años después de haber conseguido el derecho al voto en forma igualitaria para todas las razas, un hombre negro de cada siete está incapacitado de ejercerlo y que siete de los estados hayan permanentemente inhabilitado el voto de un cuarto de su población negra masculina.

Opuestamente a los programas de “guerra a la pobreza”, la aparentemente infinita “guerra a las drogas” margina un número cada vez mayor de estadounidenses pobres afro-americanos o latinos, segregándolos de la vida social y eliminando el problema de su descontento sin tener que satisfacer demandas que los incluirían en los sectores con poder de decisión social. La justicia criminal regula, aterroriza y desorganiza a los pobres de color con la salvaguarda moral de que esta opresión no es efectuada por motivos raciales sino por con el socialmente aceptable argumento de la guerra contra el veneno de las drogas. A comienzos de los noventa, había más jóvenes negros (entre los 20 y los 29 años) bajo el control del sistema nacional de justicia que en toda la educación superior. La prisión se ha revelado a partir de los años setenta como una solución efectiva a la sobrepoblación de los ghettos étnicos que constituían un convulsivo caldo de cultivo de descontento social y reclamos de clase.

El creciente énfasis en lo punitivo antes que en la rehabilitación se entronca con la cada vez mayor necesidad de sustentar las imágenes de autoridad de una clase política que, a su vez, tiene intereses en común con los proveedores de sistemas de control y represión, sistemas que van reemplazando a los gastos de asistencia social y que ayudan a ahondar la brecha entre la soñada comunidad de estadounidenses trabajadores y respetuosos de la ley –implícitamente blancos y suburbanos- y los criminales parásitos sociales de los deteriorados centros urbanos, mayoritariamente negros o hispanos, agudizando una cada vez más represiva guerra al crimen que bajo cierto punto de vista podría confundirse con una guerra racial o una guerra de clases.

(Informe redactado por Gonzalo Curbelo para El mundo en línea)

Fuentes

Robert E. Field: Drug War Facts www.drugwarfacts.org

Loïc Wacquant: From slavery to mass incarceration – New Left Review 13 – www.newleftreview.net

Mumia Abu-Jamal: Privatizing Pain – www.corpwatch.org

Julie Light: The Prision Industry: Capitalist Punishment – www.corpwatch.org

Amnesty International: Prisones atestadas y peligrosas – www.a-i.es

Human Rights Watch: Sin salida – www.hrg.org/spanish

Human Rights Watch: Race and Incarceration in the United States – www.hrw.org

Human Rights Watch: Punishment and Prejudice: Racial Disparities in the War on Drugs – www.hrw.org

Pamela Oliver: Racial Disparities in Criminal Justice

Press Realase: Legislature Passes “No Frills Prison” act

Charles H. Logan: Prison Privatization: Objections and Refutations

Reese Erlich: Prison Labor: Workin’ For The Man

15/04/2003

 El preso como trofeo: violaciones en la cárcel

Popularizado en el filme Braveheart de Mel Gibson, el “derecho de pernada” o de prioridad sexual de los señores feudales ante sus lacayos tal vez no haya estado tan extendido en la Edad Media como la película hace entender, pero para los dos millones de norteamericanos que viven entre rejas es una terrible realidad diaria que sucede ante la mirada indiferente, cuando no cómplice, de unos carceleros a quienes el derecho a la seguridad y la integridad física se pierde simultáneamente con el de la libertad.


Convertida en un cliché del cine de prisiones y el humor popular, las violaciones dentro del sistema carcelario, un fenómeno ciertamente difícil de estudiar, son minimizadas por los directivos de los centros de detención en función de los escasos porcentajes de denuncias efectuadas al respecto en los mismos. Sin embargo la información oficial no se condice con las investigaciones independientes realizadas sobre el tema, que han arrojado porcentajes pasmosos al respecto. En diciembre del 2000 el Prison Journal publicó un estudio basado en una investigación sobre los presos de siete cárceles y cuyo resultado mostraba que el 21 % de los internos había mantenido al menos un contacto sexual forzado o bajo coacción desde su ingreso, y que por lo menos un 7 % había sido violado dentro de la cárcel. Otro estudio similar en Nebraska arrojó un porcentaje muy similar (22 %). Extrapolando estos resultados a nivel nacional se tiene el resultado de que unos 140.000 presos han sido violados en prisión.


Este fenómeno de violaciones casi sistematizadas tiene que ver tanto con las privaciones sexuales de los reclusos como con la reproducción de los estatutos de poder en un sistema que se estratifica mediante la violencia. El fenómeno se agravó a causa de la sobrepoblación carcelaria, que obligó a recluir juntos a internos de diversa peligrosidad, y se multiplica ante los ojos de las autoridades carcelarias que lo consideran algo endémico o inclusive una parte del castigo que significa el ser encarcelado. El daño psicológico que implica en los reclusos esta costumbre es imposible de cuantificar y es difícilmente reversible durante la encarcelación ya que el preso “marcado” como posible presa sexual a causa de su debilidad es permanentemente sometido por los demás, llegando a considerársele una mercancía pasible de ser vendida o alquilada dentro de la prisión. El preso se encuentra así en una sistema jerárquico diametralmente opuesto al propuesto por la sociedad en el exterior, y en el cual muchas de las virtudes socialmente aceptadas y promovidas como valores (piel blanca, juventud, educación, atractivo físico) pueden volverse en su contra, ya que ahora no cuenta con la protección de una sociedad que lo considera como “caído de la gracia”. El encono con el que aparato legal norteamericano ha perseguido a las minorías raciales las ha convertido dentro de las cárceles en mayorías numéricas y, por ende, en las que imponen una nueva estructura de códigos en la que la violación del menor y más débil es casi una ley. Por otra parte la extensión del SIDA a partir de los años ochenta convirtió para muchos a la violación carcelaria en una virtual -y lenta- condena a muerte.


Al no haberse estructurado sistemas que faciliten la denuncia de los casos de violación, denuncia que generalmente causa nuevos y mayores prejuicios a la víctima, este delito se considera como normal y casi aprobado en forma tácita. La violación masculina, auténtico tabú en la sociedad norteamericana pero parte inseparable del folklore carcelario, es además de una constante afrenta a los derechos humanos de los presos otro estigma que colabora a hacer cada vez más difícil la re-inserción de los mismos en una sociedad que, más allá del discurso oficial, no parece muy interesada en que esto suceda. En una sociedad en la que el sexo vuelve gradualmente a ser visto con una óptica condenatoria y neo-puritana, el ex presidiario se vuelve automático sospechoso de haberlo ejercido en sus aspectos más inaceptables -es decir en forma homosexual, forzada y sanitariamente imprudente- y en sus dos caracteres de víctima y victimario. Una nueva condena agregada a la de los años de reclusión sufridos que agrega piedras en el camino de la rehabilitación social.




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