Estados Unidos: una nación entre rejas
Una nación encerrada
Más de dos millones de norteamericanos viven actualmente entre rejas y cinco millones viven en libertad bajo palabra; el índice de encarcelados en los países occidentales oscila entre sesenta y cien habitantes de cada cien mil, índice que en Estados Unidos siempre fue tradicionalmente alto, siendo de 139 cada cien mil residentes hasta la década del ochenta. Pero a partir de 1980 y de la aplicación de una legislación especialmente estricta contra los delitos relacionados con drogas ilegales, la “guerra a las drogas” de la administración Reagan, ese índice se cuadruplicó, llegando a ser de 468 cada cien mil en el año 2000, sin que esto guardara relación alguna con los índices de criminalidad violenta (robos, violaciones, asesinatos), que se mantuvieron estables hasta fines de los noventa, período en el que descendieron notoriamente. El incremento de encarcelamientos por substancias ilegales golpeó especialmente a la comunidad negra, ya que el 62, 7 % de los encarcelados por delitos de drogas pertenecen a dicha minoría, llegando a sumar entre el 80 y el 90 % en siete estados.
El simple acoso por meros motivos de piel está institucionalizado ya que las leyes de casi todos los estados permiten, o exigen, la elaboración de perfiles étnicos y raciales de las personas detenidas en controles de tráfico, convirtiéndolos en sospechosos controlados sin mayor individualización que su color. Una investigación de la corte estatal de Maryland en respuesta al uso de los perfiles raciales en la policía de carreteras del estado descubrió que, de enero de 1995 a diciembre de 1997, el 70 % de los conductores detenidos en la carretera interestatal 95 eran afro-americanos, mientras que en ese período tan sólo el 17, 5 de los conductores que utilizaban dicha carretera era afro-americanos.
Un sueño neoliberal: el complejo carcelario industrial
La sobrepoblación carcelaria es producida además de por la “guerra a las drogas” por los cada vez más estrictos requerimientos para pedir la libertad bajo palabra, la aplicación obligatoria de las sentencias mínimas y por la ley de las tres ofensas (three strikes), que permite encarcelar por períodos prolongados a cualquier infractor capturado por tercera vez, aún si se trata de un delito menor o excarcelable. Esta sobrepoblación ha planteado un problema básico de presupuesto que llevó a algunas gobernaciones a invertir en el mantenimiento de los correccionales cifras similares a las invertidas en educación. A nivel local, desde que el presidente Ronald Reagan en 1983 diera inicio a la guerra contra las drogas, se llevaban gastados hasta 1996 más de cien mil millones de dólares en detenciones, encarcelamientos, educación y otras medidas. Las soluciones planteadas, y llevadas a cabo con cada vez
mayor frecuencia, con respecto a este problema son de corte típicamente
neo-liberal; por un lado la privatización de los institutos carcelarios y por
otro la utilización con fines comerciales de la fuerza laboral de los reclusos.
Estas nuevas facetas en el desarrollo del “complejo
carcelario industrial” (prison industrial complex), término con el que
los defensores del sistema se refieren al mismo en referencia al “complejo
militar industrial” acuñado por Eisenhower en la guerra fría, se extendieron
rápidamente a lo largo de la década de los noventa a pesar de la fuerte
resistencia de la opinión pública. El primer sistema de prisiones privadas se
desarrolló en forma experimental durante el gobierno de Reagan, quién alentó el
desarrollo de centros de detención privados en Houston y Laredo, Texas. Esta
invitación pública a los inversores llevó a que un par de interesados,
utilizando dinero de la cadena de comidas rápidas Kentucky Fried Chicken y el know
how de veteranos directores de cárceles, formara la CCA (Corrections
Corporation of America), la primera compañía de prisiones privadas. La CCA se
orientó en un principio al establecimiento de centros de mínima seguridad, pero
se fue extendiendo y conformando un poderoso lobby de gran influencia monetaria
sobre el sector político, llegando a ser CCA el principal inversionista privado
en las campañas políticas del estado de Tennessee. Gracias a esta política
agresiva y a lo rentable del servicio, CCA y sus competidoras controlan hoy en
día la seguridad, reclusión y trabajo de alrededor de 100.000 confinados a lo
largo de Estados Unidos, extendiendo su servicio a países como Puerto Rico,
Australia y el Reino Unido. Tal vez la más agresiva en cuanto a la maximización de
beneficios mediante el trabajo de los reclusos sea la segunda compañía de
prisiones privadas en importancia, Wackenhut Corrections. Fundada por el ex agente
del FBI George Wackenhut, es una subsidiaria de la empresa de seguridad privada
que Wackenhut fundó hace cuarenta años y que se caracterizó por la elaboración
de dossiers (luego pasados al FBI) de tres millones de norteamericanos
“potencialmente subversivos”.Wackenhut ha favorecido y alentado la instalación
en su complejo carcelario de Lockhart, Texas, de tres compañías locales que
substituyeron a su mano de obra libre por la de reclusos que trabajan por el
salario mínimo, al que Wackenhut descuenta por diversos conceptos hasta un 80 %
del mismo. Leonard Hill, dueño de LTI Inc., una empresa de ensamblaje de
circuitos que despidió a sus 150 empleados en Austin mudando sus equipos a Lockhart,
declaró con honestidad que esperaba aumentar considerablemente los beneficios
de su empresa ya que “cuando se trabaja en el mundo libre hay gente que llama
porque se enfermó o tuvo un problema con el auto. Aquí (en la prisión de
Lockhart) no tenemos ese problema”, señalando también que el estado paga por
todos los gastos médicos de sus nuevos trabajadores que, además, “no toman
vacaciones”. Tal vez, sin embargo, los empleados reclusos de LTI sean casi unos
privilegiados ya que las leyes federales prohíben el comercio doméstico de los
bienes fabricados por reclusos a menos que estos sean pagados con salarios
similares a los de fuera de prisión, pero esta legislación no se aplica a los bienes
fabricados con fines de exportación, por lo que existen en prisiones como la de
Monterrey, California, convictos
trabajando en jornadas de nueve horas diarias en la confección de camisas de
trabajo azules destinadas a los mercados asiáticos por salarios de 45 centavos
la hora, lo que totaliza, después de las deducciones impositivas, un sueldo de
60 dólares por mes, conformando una situación extrañamente similar a la del
trabajo forzado en las prisiones chinas que el gobierno estadounidense condena
sistemáticamente. Los reclusos no realizan estos trabajos tanto por sus
exiguas ganancias o por la posibilidad de aprender una nueva habilidad, como
pregonan los directores de las cárceles al ser interrogados al respecto, sino
esencialmente para no perder sus privilegios carcelarios de acceso a la
cantina, reducción de pena por buena conducta y para no ser mudados a complejos
disciplinarios, algo que sucede habitualmente con quienes se rehúsan a realizar
estos trabajos. Por lo general el aprendizaje laboral que reciben es específico
de su función en la cadena de fabricación y difícilmente aplicable a trabajos
en el exterior que no fueran idénticos. En 1980 las ganancias obtenidas por el
trabajo de los reclusos fueron de 392 millones de dólares; en 1994 habían aumentado
a 1.310 millones gracias al gran aumento en la proporción de presos trabajando.
Dentro de las empresas multinacionales que utilizan mano de obra reclusa se
cuentan Colgate Palmolive, Microsoft, Starbucks, Victoria´s Secret y TWA, pero
en general las transnacionales siguen prefiriendo utilizar la mano de obra
extranjera tercerizada por contratos, mano de obra que aún sigue siendo más
barata que la carcelaria. En un artículo denunciando la brutalidad con la que los guardias de la prisión de Brazoria, controlada por la compañía privada CCRI, habían realizado un registro el activista negro Mumia Abu-Jamal, preso en el pabellón de la muerte por haber supuestamente dado muerte a un policía en un confuso enfrentamiento, escribía: “ En una nación donde la ideología dominante es la acumulación y el dominio del capital, el ingreso de las descontroladas fuerzas de las corporaciones es profundamente inquietante. Porque, ¿cuál puede ser el futuro del encarcelamiento cuando el motivo ulterior es la ganancia? En un régimen en el que más cuerpos significan más ganancia, las prisiones están dando un enorme paso hacia su antecesor histórico, la jaula de esclavos”. La exclusión definitiva La reclusión carcelaria no solo implica la pérdida del derecho a la libertad, la auto-determinación y, como ya se vio, de los mínimos derechos laborales, sino también a la representación pública y los servicios sociales, convirtiendo al preso en un excluido total de la sociedad aún después de su supuesta liberación.
Pero los presos tienen pocas oportunidades de quejarse o
presionar políticamente con respecto a estas resoluciones ya que el ser
encarcelado también implica quedar excluido de la participación política.
Excepto cuatro estados, en todo el resto de los Estados Unidos los adultos
detenidos no pueden ejercer el derecho al voto; prohibición que se extiende a
los convictos liberados bajo vigilancia en 39 estados, a los salidos bajo
palabra en 32 estados y a todos los ex convictos, aunque no estén bajo
vigilancia policial, en 14 estados, 10 de los cuales vetan de por vida el
derecho al voto para cualquiera que haya pasado por una prisión. El resultado
es que casi 4 millones de estadounidenses han perdido la posibilidad de votar
en forma permanente o temporaria, incluyendo a 1.47 millones que ya no están
tras las rejas y 1.39 millones que han cumplido su sentencia en forma completa.
Esto implica que, apenas 25 años después de haber conseguido el derecho al voto
en forma igualitaria para todas las razas, un hombre negro de cada siete está
incapacitado de ejercerlo y que siete de los estados hayan permanentemente
inhabilitado el voto de un cuarto de su población negra masculina. Opuestamente a los programas de “guerra a la pobreza”, la
aparentemente infinita “guerra a las drogas” margina un número cada vez mayor
de estadounidenses pobres afro-americanos o latinos, segregándolos de la vida
social y eliminando el problema de su descontento sin tener que satisfacer
demandas que los incluirían en los sectores con poder de decisión social. La
justicia criminal regula, aterroriza y desorganiza a los pobres de color con la
salvaguarda moral de que esta opresión no es efectuada por motivos raciales
sino por con el socialmente aceptable argumento de la guerra contra el veneno
de las drogas. A comienzos de los noventa, había más jóvenes negros (entre los
20 y los 29 años) bajo el control del sistema nacional de justicia que en toda
la educación superior. La prisión se ha revelado a partir de los años setenta
como una solución efectiva a la sobrepoblación de los ghettos étnicos que
constituían un convulsivo caldo de cultivo de descontento social y reclamos de
clase. El creciente énfasis en lo punitivo antes que en la rehabilitación se entronca con la cada vez mayor necesidad de sustentar las imágenes de autoridad de una clase política que, a su vez, tiene intereses en común con los proveedores de sistemas de control y represión, sistemas que van reemplazando a los gastos de asistencia social y que ayudan a ahondar la brecha entre la soñada comunidad de estadounidenses trabajadores y respetuosos de la ley –implícitamente blancos y suburbanos- y los criminales parásitos sociales de los deteriorados centros urbanos, mayoritariamente negros o hispanos, agudizando una cada vez más represiva guerra al crimen que bajo cierto punto de vista podría confundirse con una guerra racial o una guerra de clases. (Informe redactado por Gonzalo Curbelo para El
mundo en línea) Robert E.
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