Sociedad

Democracia, pobreza: el eslabón perdido
En términos generales, se puede afirmar que, desde que naciera la democracia moderna con la revolución estadounidense a fines del siglo XVIII, en todas partes del mundo las elecciones han distado de cumplir con las expectativas de quienes votan.

Esta situación se podría verificar en la evolución de su defensa, que pasó de ser el "gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo" que proclamara el presidente estadounidense Abraham Lincoln en el siglo XIX, al "menos malos de los regímenes", como reiterara un siglo más tarde Winston Churchill.
No obstante, el prestigio del vocablo sigue intocado y difícilmente haya existido, en la modernidad, palabra más prestigiosa (y, si se quiere, esperanzadora) que "democracia". Es así que, a lo largo de los últimos doscientos años ha sido refinada mediante distintos adjetivos, como "representativa", "popular", "participativa". De todos modos, la caída de los regímenes totalitarios (que se autocatalogaban como "democráticos") que acompañó la del muro de Berlín pareciera demostrar que su perdurabilidad no está garantizada por adjetivos o etiquetas sino que depende de que ciertos principios que se adscriben a la democracia existan en realidad.

El vigor convocatorio de una de las variantes de democracia, la electoral, es apreciable en la historia reciente: si en el año 1900, cuando predominaban monarquías e imperios, no existían los estados que pudieran ser juzgados democracias electorales por el estándar de sufragio universal -mediante elecciones multipartidarias- para el fin de ese siglo 120 de los 189 países que integran Naciones Unidas se definieron formalmente como democracias electorales. Este proceso experimentó una notable aceleración en el último cuarto de siglo: los países con alguna forma de gobierno democrático, que eran el 28% en 1962, llegaron al 62% en 2000. Desaparecidas o "contenidas" las principales alternativas a la democracia sufragista del siglo XX (comunismo, fascismo y nazismo), el cambio de milenio llevó a que el 58% de la población mundial viva bajo regímenes que, al menos a nivel formal, se proclaman democracias electorales.

Sin embargo, el modelo triunfante ha tenido un magro desempeño en cuanto al alivio de la pobreza o a garantizar derechos y recursos tanto dentro de los países que se encontraban entre los "no alineados" como entre aquellos que abrazaron la democracia electoral tras la caída del bloque socialista. El 32% de la población en los países del Sur vive con menos de un dólar diario, y a nivel mundial las personas que subsisten con esa cifra aumentó, de 1.200 millones en 1987 a 1.500 millones en la actualidad: si la tendencia persiste, esta cifra alcanzará los 1.900 millones para el año 2015. Durante la década de 1990, el número de pobres en la ex Unión Soviética y Europa Oriental aumentó en 150 millones, superando entonces el total de las poblaciones de países europeos -todos con alto grado de desarrollo humano- como el Reino Unido, Holanda, Francia, Dinamarca, Noruega y Suecia.

Esta situación ha llevado a que en muchas partes se perciba que existe un vínculo directo entre la transición a la democracia y el aumento de la pobreza.
Por otra parte, el aumento de la pobreza también se ha dado en la más antigua de las democracias modernas, la de Estados Unidos, donde aproximadamente el 15% de la población vive en condiciones paupérrimas y donde la pobreza infantil avanzó, de 15% en 1970 a 22% en 1993. Dentro de este contexto es imprescindible señalar que, a escala mundial, la desigualdad en el ingreso ha respondido de forma casi simétrica a la imposición de democracias electorales. Así, durante los últimos dos siglos, la brecha entre los más ricos y los más pobres se ha multiplicado abrumadoramente. Si la relación era de 3 a 1 en 1820, de 7 a 1 en 1870, y de 11 a 1 en 1913, la progresión se disparó violentamente en pocas décadas, llegando a 35 a 1 en 1950, subiendo a 44 a 1 en 1973 y pegando otro notable salto y llegando a 72 a 1 en 1992. Es imposible no observar que, en el último período, en el que más países asumen la democracia electoral, más estalla la brecha entre ricos y pobres.

Calidad democrática

Si bien no es posible encontrar una ley de concomitancia entre la generalización de las democracias electorales y la de la pobreza y la desigualdad económica, sí, sin embargo, ha sido imprescindible cuestionar la relación entre ambos términos y, en los últimos años, la pregunta "¿cuánta pobreza puede tolerar la democracia?" se ha vuelto leit motiv del análisis político. Se ha sostenido repetidamente que el fracaso que, en varias regiones, ha experimentado el sistema democrático-electoral para mejorar el bienestar de las poblaciones se debe a que, en gran medida, se trataría de sistemas de gobiernos sin vocación democrática "real". Dicho de otro modo, se trataría de "democracias falladas", que terminan siendo fallidas porque no atienden los verdaderos principios de la democracia, es decir, el bienestar de sus pueblos. Estos principios serían la representación política, elecciones verdaderamente libres, derechos igualitarios, libertades individuales, responsabilidad y resolución pacífica de los conflictos y, por sobre todo, la protección de los derechos humanos, que debería estar en su corazón: por ella, los ciudadanos estarían en condiciones de vivir sin temor y en paz. Sólo atendiendo estos principios, se entiende, se crearía una atmósfera democrática en la cual cada individuo pueda participar tanto de su propio destino como del de la sociedad y aspirar a una parte justa del progreso económico y social. En este sentido, es en rigor difícil hablar de democracias cuando aproximadamente 1.000 millones de personas en el planeta, se ven privadas del derecho a la educación, al agua potable o a la alimentación. ¿De qué manera puede aproximarse al cumplimiento de la protección de los derechos humanos cuando un cuarto de la población del Sur muere antes de cumplir los cuarenta años y 110 millones de niños, de los cuales el 80% son niñas, quedan fuera del sistema educativo? ¿De qué manera se puede esperar, por otra parte, que poblaciones famélicas, enfermas e iletradas puedan alcanzar algún grado de participación política, siquiera voluntad por realizar un discernimiento cabal, manifestado a través del voto?

En buena medida, la extendida pero fallida imposición de sistemas democráticos (de acuerdo a lo expuesto más arriba, sistemas superficiales pero no intrínsecamente democráticos) ha llevado a que, últimamente, se desarrollara la variable "calidad democrática", que mide la distancia entre el ideal de buen gobierno y gobierno real. Se estima que una buena democracia es aquella que ofrece parámetros estables a sus ciudadanos en lo que hace al orden político, económico y social, que incorpora de manera creciente en lo político y social a sus ciudadanos y que, en toda la extensión del territorio nacional, garantiza a sus ciudadanos la protección de la ley democrática.
La idea de la calidad democrática, por su parte, responde a una multiplicidad de carencias que se identifican en las democracias reales cuando se las compara con el ideal democrático de buen gobierno. No debe entenderse, sin embargo, que la calidad democrática, en tanto variable, cuestione la presencia de la democracia; por el contrario, debe ser entendida como el producto de la gobernabilidad, la profundidad y la legalidad democrática. En tanto la primera dimensión hace a la noción de orden y estabilidad, la segunda responde a la incorporación sustantiva de la ciudadanía y la tercera a los derechos civiles; ninguna de las tres es de todos modos alcanzable en tanto las respectivas democracias no solucionen el problema de la pobreza.

Pobreza y calidad democrática

De todas formas, queda pendiente la pregunta: ¿cómo puede alcanzarse un buen gobierno democrático si la democracia no resuelve el problema de la pobreza?
En el año 2000 el Instituto Para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA), creado por 14 países, realizó un foro titulado "Democracia y pobreza, ¿un eslabón perdido?". El foro concluyó que, si bien se había dado un explosivo aumento en la adopción del sistema democrático-sufragista a nivel mundial, la democracia está lejos de consolidarse en el planeta a menos que las políticas de ayuda ataquen simultáneamente los problemas generados por la pobreza junto a la construcción democrática.

Según IDEA, es imprescindible una aproximación que no sólo busque poner la reducción de la pobreza y el logro democrático al tope de la agenda internacional sino que los integre como elementos gemelos en un programa de acción. Dentro de este enfoque combinado, habría mejores posibilidades de alcanzar metas que redundarían en logros como la paz, el desarrollo, la estabilidad y el crecimiento económico. De todos modos, IDEA especifica que, para alcanzar estos logros, la democracia no es una garantía aunque sí puede ser considerada una precondición que coadyuvaría a que, a largo plazo, estos objetivos puedan ser alcanzados.

Al respecto, es conveniente realizar un par de precisiones más. En muchos casos, sobre todo por parte de las instituciones prestatarias y aquellas de ayuda, se suele confundir a la democracia con un fin en sí mismo. La democracia no lo es: desde sus orígenes ha sido considerada un medio, en primera instancia, para que la soberanía resida efectivamente en el pueblo y que, por este medio, cada ciudadano pueda ver que derechos, aspiraciones y dignidad respetados. Se podría decir, y se ha dicho más de una vez, que la pobreza es el mayor enemigo de la democracia; de todas formas, es menos arriesgado señalar que, si las democracias siguen sin atacar el problema de la pobreza (que, como se veía, no sólo afecta a los países económicamente pobres), están dejando de cumplir con su responsabilidad más básica, que es la de proteger la dignidad humana.

14/04/2003



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